domingo, 8 de enero de 2012

ISABEL

Isabel era una mujer de bandera.
Nació con el siglo y murió con él. 
 A lo largo de su vida sufrió, rió y amó con intensidad. Pasó las penurias de una guerra fraticida que cambió su vida radicalmente privándole de gran parte de las comodidades y ventajas de que había gozado hasta entonces, convirtiéndola en una vida mucho más difícil y con más escaseces de las que jamás hubiera imaginado, pero aún así crió a nueve hijos con grandes sacrificios, bastante disciplina y mucho cariño y consiguió que todos salieran adelante sin grandes problemas y con bastante provecho. 
Era  trabajadora y muy inteligente- algo que demostró sobradamente durante los duros años de la posguerra en Valencia, ya con que su tesón logró que su marido no se hundiera por la pérdida de su carrera militar, le apoyó, le amó y le cuidó hasta el fin de sus días- dirigió su hogar con mano de hierro en guante de seda y con mucho esfuerzo logró que todos sus hijos estudiaran aquello que eligieron pese a las enormes dificultades económicas que padecieron durante gran parte de su vida.
Y aunque amó profundamente a su marido, su vida cambió cuando quedó viuda con poco más de setenta años.
Mi suegro siempre decía que el estado perfecto de la mujer es el de viuda y las estadísticas domésticas me han demostrado a lo largo de los años que esto es una verdad como un templo. Con algunas excepciones, todas las que conozco han ido mejor con la viudez, tanto física como económicamente, se encuentran guapas, con ganas de hacer cosas nuevas y como dice mi churri "gastadorícas, muy gastadorícas" (esto es: que gastan mucho).
  Isabel era divertida, irónica y con un punto de sorna que han heredado algunos de sus hijos y gran parte de sus numerosos nietos. 
 Esta sorna la manifestaba fundamentalmente con sus yernos, a los que que quería mucho pero a los que a la vez le encantaba chinchar.  Mujer de salud de hierro- fueron una generación dura, muy dura y curtida en la escasez lo que probablemente les hizo tan fuertes y resistentes- no dudaba en fardar de ello delante de quien fuera, importándole un rábano que éste estuviera hecho polvo. En una ocasión, estando en casa de su quinta hija, su yerno Manuel llegó destrozado por el resultado de unos análisis: todo estaba mal, el colesterol por las nubes, el ácido úrico disparado...tanto marisquito no puede ser bueno...los hematíes al mínimo y el hígado levemente tocado; Manuel agitaba los papeles desesperado delante de su familia manifestando su preocupación- y también para que alguno le hiciera mimitos- cuando al momento aparece Isabel blandiendo su propia analítica y espetando a Manuel- ¿has visto mis análisis? lo tengo todo perfecto a mis ochenta y dos, una más de chinche. El yerno nos confesó posteriormente, con su gracia por arrobas, que estuvo tentado de lanzarla desde el piso octavo. Willy que también la quería mucho siempre decía que era de mala educación vivir tantos años con ese estado de salud y esa energía...
Fumaba como una carretera- gracias a Dios no estaba en vigor la horrible ley antitabaco- y sus compañeras de bingo acudían a jugar con máscaras antigás. Estando viviendo en la Avenida, en casa de su hija, llegó ésta a casa y se la encontró en el recibidor sentada en una silla y fumando con pasión un cigarrillo..."Pero mamá ¿que haces aquí sentada?- "es que no funciona el ascensor y me he subido los ocho pisos andando y estoy recuperando el aliento con un cigarrito"...a la sazón debía tener unos ochenta y cinco años.
 En casa de su tercera hija quemó, hasta dejarlo como un gruyére, el sillón que tenía asignado, fumaba uno detrás de otro sin que el primero se hubiera terminado de consumir, veía la Misa en la tele fumando con fruición y cuando su hija Marisa le reñía le contestaba:- "Soy una pobre vieja que no  puede acudir a la Iglesia y fumo porque estoy en mi casa y porque me da la gana". Eso sí, no iba a la Iglesia a oír Misa, pero todos los días a las cuatro en punto, ni un minuto más, estaba perfectamente arreglada- labios rouge pasión, sombra y colonia seductora- para salir hacia el bingo de sus amores, cuando dejaron de cerrar a mediodía salía de casa a las tres.
Comenzó en el bingo gracias a uno de sus hijos y fue tal su pasión que la paga de coronel -que Felipe tuvo a bien reconocer a su difunto marido- se iba íntegra en estos menesteres. Sus hijas fueron arrastradas a su pasión por el bingo- no les quedaba otra pues era la única forma de ver y estar un rato con su madre- y en ocasiones era posible encontrar a más de diez parientes de Isabel en su mesa binguera con un tupper lleno de perejil- por aquello de que da suerte- y una figurita de San Pancracio que lógicamente no conseguían hacer que cantáramos el ansiado bingo. Nunca fueron tan felices los jefes de sala como cuando entraba Isabel a jugar. 
Aquel día entró su hija Marisa y al ver a su madre blanca como un folio le preguntó que le pasaba- "Me he caído en el escalón de la entrada pero me encuentro bien, sólo me duele un poquito el hombro". Lógicamente preocupada, su hija la llevó- cuando terminó las existencias- al hospital dónde le diagnosticaron una rotura de clavícula de la que, gracias a Dios y a su dureza y salud de hierro, curó sin más y sin necesidad de operación alguna ¡a sus más de ochenta y cinco años!....

Fumó hasta más allá de los noventaytantos, momento en que sus nietas médicos se lo prohibieron y sólo a regañadientes decidió hacerles caso. 

   Vivió hasta la centena- le faltaron cuarenta días para cumplirla-, enterró a algunos parientes con pena y dolor pero también manteniendo su robusta salud sin rubor alguno y siguió bebiendo cerveza o vino, según se terciara, comiendo con ansia - los pimientitos de la cena y las cabezas de ajo del arroz al horno- y ganas de adolescente, lo que estoy segura, le permitió alcazar tal grado de longevidad.
 Todos la recordamos con una sonrisa en los  labios cuando hablamos de ella y las anécdotas que protagonizó son fuente de numerosas chanzas y risas para sus más de treinta nietos y sus hijas a las que marcó profundamente y que estoy segura la añoran con nostalgia, del mismo modo que todos los nietos que tuvieron la suerte de conocerla y vivir con ella.

PD: Isabel era mi abuelita. Digo abuelita porque me resulta tierno y siempre la llamamos así en el fondo de nuestro corazón.
En otra ocasión contaré además de otras anécdotas de Isabel, la del día de su entierro que no tiene desperdicio.